Por Alejandro Reyes (@AReyesAnalisis)
El «Caso Racero» y la Urgente Necesidad de Coherencia Laboral en Colombia
El reciente escándalo que envuelve al representante a la Cámara David Racero, uno de los más férreos defensores de la reforma laboral del actual Gobierno, ha sacudido los cimientos del discurso progresista y, paradójicamente, ha arrojado una luz cruda pero necesaria sobre la precariedad laboral que persiste en Colombia. La filtración de un audio donde presuntamente se ofrecen condiciones laborales cuestionables en un negocio de su familia –un salario de un millón de pesos mensuales, sin prestaciones sociales y con jornadas de 13 horas diarias – no es solo una anécdota bochornosa; es un síntoma que nos obliga a una reflexión mucho más profunda que el simple linchamiento o la defensa a ultranza.

La contradicción, hay que decirlo sin ambages, es flagrante. Racero se ha erigido como un paladín de la dignificación del trabajo, un crítico vehemente de la «precarización» y un impulsor clave de una reforma que busca, precisamente, erradicar prácticas como las que ahora se le atribuyen en su entorno cercano. Escuchar su nombre asociado a una oferta que parece sacada de un manual de anti-derechos laborales genera, inevitablemente, una percepción de incoherencia y doble moral que golpea con dureza su credibilidad y la del proyecto político que representa. No es de extrañar la ola de críticas que ha surgido desde todos los flancos, incluyendo su propio partido y hasta un mensaje indirecto pero contundente del presidente Gustavo Petro sobre la coherencia ética que se espera en el progresismo.

Sin embargo, mientras la figura de Racero se tambalea y él mismo denuncia ser víctima de una campaña de desprestigio, sería un error limitar el análisis a su persona o a las posibles consecuencias políticas para el Pacto Histórico. Este episodio, por incómodo que sea para sus protagonistas, nos brinda la oportunidad de mirar más allá y reconocer que el problema de fondo trasciende a un individuo.
Es inevitable observar con cierto cinismo cómo figuras de la «vieja clase política», muchos de ellos otrora detractores de cualquier avance en derechos laborales, hoy se rasgan las vestiduras y se erigen en fiscales improvisados. Cabe preguntarse, con honestidad brutal: ¿Cuántos de estos indignados de última hora podrían soportar un escrutinio similar en sus propias empresas o en las de sus financistas? ¿Cuántos negocios a lo largo y ancho del país, sin importar el color político de sus dueños, replican o incluso empeoran las condiciones que hoy se le endilgan al entorno de Racero? La tentación de tirar la primera piedra es grande, pero la realidad laboral colombiana sugiere que pocos, muy pocos, están verdaderamente libres de culpa para hacerlo.
El verdadero debate que este escándalo debería encender no es tanto sobre la conducta individual de David Racero –que sin duda merece una explicación clara y, de ser necesario, una rectificación contundente–, sino sobre la imperiosa necesidad de una reforma laboral estructural que cierre las brechas que permiten este tipo de abusos. Si las condiciones descritas en el audio son ciertas, son un reflejo de una cultura empresarial y unas debilidades normativas que facilitan la explotación. El hecho de que una figura pública, defensora de los derechos de los trabajadores, pueda verse envuelta en una situación así, subraya la urgencia de la reforma que él mismo promueve. Es la evidencia palmaria de que la precarización no es un fantasma ideológico, sino una realidad tangible que afecta a millones.

Lo que el «caso Racero» demuestra, con dolorosa ironía, es que la reforma laboral no es un capricho de un gobierno o una facción política; es una deuda histórica con la clase trabajadora colombiana. Necesitamos un marco legal robusto, con mecanismos de inspección y sanción efectivos, que impida que cualquier empleador –sea un pequeño comerciante, un congresista o una gran corporación– pueda ofrecer o imponer condiciones que vulneren la dignidad y los derechos fundamentales de sus empleados.
Más allá de la tormenta política y la comprensible indignación, este episodio debería servir como un catalizador
Un llamado a la coherencia para quienes predican la justicia social, sí, pero fundamentalmente, un recordatorio para toda la sociedad y, en especial, para el Congreso de la República, de que la tarea de construir un país con trabajo digno es impostergable. Que la discusión no se agote en la condena o absolución de un político, sino que nos impulse a exigir y construir un sistema donde la frase «salario de un millón de pesos sin prestaciones y con jornadas de 13 horas» sea, para siempre, una reliquia infame del pasado.
